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Antonio Marchal-Sabater
Lunes, 13 de Septiembre de 2021

El Estado de Derecho

Estimados lectores, tras un parón veraniego que he aprovechado para recorrer las tierras gaditanas con un resultado muy satisfactorio, vuelvo a sus tabletas, ordenadores o móviles, con el único fin de compartir con ustedes mis impresiones respecto a la actualidad.

 

Una de las conclusiones más amargas a las que he llegado es que una inmensa mayoría de ciudadanos no saben el significado completo de la expresión: Estado de Derecho. Sin embargo, sí creen saber lo que es la democracia, o lo que es democrático, incluso defienden con fruición la importancia del diálogo como solución a todo. Craso error. No hay democracia sin Estado de Derecho ni el diálogo sirve de nada si es para contravenirlo. Ningún país es democrático si vulnera este principio fundamental.

 

¿Qué es el Estado de Derecho? Pues un sistema que nos iguala a todos ante la ley, única autoridad estatal. Esa es la premisa fundamental. Nadie es más que nadie, solo la ley está por encima de todos: del Rey, del presidente del Gobierno, de los ministros o cualquier otro político. Todos ellos están investidos de autoridad para su protección judicial. Lógico, son los encargados de hacer cumplir la ley desde su cumplimiento. Obligación que no siempre contenta a todos.

 

Aclarado esto, hay que añadir que la ley goza de imperio siempre que haya sido aprobada por la nación: —grupo de personas que a través de la Constitución se han dado un régimen jurídico de convivencia a tenor de su poder de decidir; su soberanía—; tras haber sido debatida y aprobada por sus representantes elegidos por sufragio universal.  

 

Ese es el fundamento de la democracia y, por ende, del Estado de Derecho.

 

Para la elaboración, aprobación o derogación, de nuestras leyes elegimos democráticamente a las personas que nos van a representar en la sede donde obligatoriamente han de aprobarse: Las Cortes Generales; compuestas por dos cámaras: Congreso y Senado.

 

Cuando oímos a nuestros políticos, especialmente los separatistas y progresistas, decir que se van a reunir en torno a una mesa de diálogo sobre algo que nos atañe a todos, la unidad nacional, sin ser diputados ni estar en sede parlamentaria, debemos saber que están secuestrando nuestra voluntad, que están bombardeando el Estado de Derecho.

 

Nuestra Constitución exige que esas decisiones se debatan en las Cortes por nuestros representantes legales: diputados y senadores. Todo lo demás es fraude de ley. Un fraude que se excusa con frases rimbombantes como: el diálogo está por encima de la Ley; los problemas políticos solo se solucionan con diálogo… Frases que en boca de nuestro presidente han llegado a calificar a la justicia, —aplicación rigurosa del Estado de Derecho—, de venganza.

 

Todas estas aseveraciones, siendo verdad en teoría, vulneran nuestro derecho. La Constitución —esa norma fundamental cuya defensa convierte en fascista todo el que la respeta o la postula— deja bien claro que ni el gobierno catalán ni el español o central, tienen autoridad para decidir nuestro futuro porque no son poder legislativo; no tienen la facultad de legislar porque solo la tienen las Cortes y solo se ejerce dentro de ellas.

 

Ni siquiera los parlamentos regionales, incluido el catalán, son sedes de la soberanía. Son asambleas de cargos electos para administrar la comunidad en aspectos puramente administrativos, de hecho, ni sus propios estatutos pueden aprobar. Un estatuto es una ley orgánica que se aprueba en las Cortes y se publica en el BOE en el que se le permite a las CC. AA administrar algunas áreas internas. Nada más.

 

En las Cortes Generales se elige a los representantes de los tres poderes en que se divide el poder del pueblo, la soberanía nacional, y que deben ser inmiscibles: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Todos ellos pueden ser auditados por el Defensor del Pueblo —alto comisionado de las Cortes que dará fe ante estas del buen comportamiento de las instituciones—. Todo lo que se aparte de eso es antidemocrático e ilegal.

 

Esas reuniones que nuestro gobierno va a mantener con los separatistas catalanes sin que asistan otros representantes de nuestra soberanía ni en su lugar de residencia; las Cortes Generales, —no sirven para nada—. De ejecutarse esos acuerdos se convertirían en auténticos dictadores tomando decisiones a espaldas del pueblo y sus representantes legales, disfrazándose de demócratas por estar dialogando. Todo mentira.

 

Como puede que alguien se pregunte qué misión tiene el Rey en todo esto, intentaré aclarárselo. El Rey carece de poder, no se lo dimos en nuestra Constitución; ni gobierna ni legisla ni juzga. Sin embargo, todos esos poderes actúan en su nombre porque él representa a la nación, al pueblo, a usted, a mí y a todos los súbditos de la Constitución Española.

 

Por encima de todos ellos está la bandera. Ese símbolo, que algunos han calificado peyorativamente de trapo, representa al pueblo o nación soberana; al Estado, esa empresa de servicios organizada por la nación con un régimen jurídico, la Constitución; y a todos los que trabajan para él: monarquía, gobierno, parlamento, poder judicial, etc.

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