Un año por delante
Cada mes de diciembre, de manera consciente o inconsciente, todos tendemos a hacer un balance de los últimos doce meses y una lista de propósitos para el nuevo año que comienza. Es algo instintivo, que va en nuestra propia naturaleza, analizar cómo ha influido en nuestra vida lo que ha pasado, y pensar qué debemos hacer en los meses por venir para mejorarla o, al menos, para evitar que empeore. En el ámbito privado esa es una tarea personal e intransferible, a la que, en el mejor de los casos, pueden contribuir los manuales de autoayuda, que vienen a coincidir en una idea general: lo simple es mejor. Una vida exenta de complicaciones innecesarias, de apreciar lo que nos aportan familia y amigos, de equilibrio entre obligación y diversión, y de placeres sencillos.
Sin embargo, paradójicamente, en el ámbito público lo simple no es siempre lo mejor; nuestra sociedad se enfrenta a problemas complejos, para los que no sirven las soluciones sencillas, aunque sea un recurso recurrente de demagogos y populistas. Esto puede apreciarse tanto a nivel general como a nivel local. Las sociedades occidentales, que han desarrollado un sistema de libertad que no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo, sobre la base de la filosofía griega, el pragmatismo romano, la cultura judeo-cristiana y el racionalismo empírico, están siendo minadas por la cultura de izquierda que lleva siglo y medio intentando socavar sus sólidos pilares, conduciéndola hacia lo que Alexis de Toqueville, hace ya dos siglos, alertó en su obra “La democracia en América”: el infantilismo. Para los autodenominados “progresistas”, los hombres deben ser mantenidos en un estado de infancia permanente, que les soluciona la vida desde la cuna a la tumba, librándolos de la necesidad de esforzarse y de pensar. El problema de las utopías izquierdistas es que conducen de la cuna a la tumba con mayor rapidez de la deseable, prometiendo el paraíso y conduciendo directamente al infierno. Más de 100 millones de muertos son prueba de ello.
En nuestra ciudad también abundan los que tienen soluciones simples para todo, mezcladas con el recurso permanente a las “dos Ceutas”, al agravio permanente y al enfrentamiento entre colectivos, prometiendo solucionar la vida a todo el mundo sin sudor ni dolor, y ocultando que el verdadero problema de nuestra ciudad es el de una frontera absolutamente permeable que supone un trasvase permanente de pobreza hacia nuestro lado, imposible de solucionar sin un dique de contención, salvo que se pretende vaciar el mar con un cubito de playa.
El año que viene va a marcar un punto de inflexión, puesto que tenemos que decidir a quién confiamos el destino de Ceuta y, probablemente, si hay elecciones generales, el futuro de España. Para Ceuta no hay dobles oportunidades ni margen para el error, porque una legislatura perdida supondría entrar definitivamente en un camino sin retorno, y para el conjunto de España, visto el deterioro en espiral en el que ha entrado nuestro sistema constitucional por la actitud de la izquierda apoyada en los antisistema, tampoco parece que el panorama sea mucho mejor.
Por tanto, para el nuevo año que comienza, mis deseos para los ceutíes son de mejora en lo personal y de acierto en las decisiones colectivas. La esperanza es lo último que se pierde, pero desconfiemos de los paraísos prometidos y pongámonos manos a la obra. Parafraseando a Kennedy, nuestro objetivo en 2019 debe ser pensar qué podemos hacer por Ceuta, y no lo que Ceuta pueda hacer por nosotros.
¡Feliz 2019!
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