La Monarquía como principio, no como instrumento
La historia política de España no puede comprenderse sin el principio monárquico. No se trata de una simple forma de Estado intercambiable, sino de un elemento vertebrador de la continuidad histórica, cultural y política de la nación. La Monarquía ha sido, durante siglos, el eje que ha permitido la integración de la pluralidad territorial, jurídica y social de España en un proyecto común que trasciende coyunturas, partidos y modas ideológicas.
Desde esta perspectiva —claramente formulada por el pensamiento tradicionalista español y desarrollada por autores como el profesor Tejada— la Monarquía no es poder político en sentido partidista, sino principio de permanencia, símbolo de unidad y garantía de continuidad histórica. Su legitimidad no deriva del aplauso circunstancial ni del alineamiento con mayorías parlamentarias efímeras, sino de su capacidad para encarnar aquello que permanece cuando todo lo demás cambia.
Por ello, el mayor riesgo para la institución monárquica no proviene de sus adversarios declarados, sino de su instrumentalización política. Vincular la acción del monarca a tendencias ideológicas temporales, o permitir que el régimen de partidos —y muy especialmente el bipartidismo que se consolida en España desde 1975— intente fagocitar la Corona para ponerla al servicio de intereses políticos concretos, supone una grave desviación de su misión histórica.
El monarca debe ser garante del principio monárquico, no gestor de consensos partidistas. Su función no es competir en el terreno de la legitimidad democrática de los partidos, sino situarse por encima de ellos, preservando un espacio simbólico y político que pertenece a la nación en su conjunto. Cuando la Corona se subordina al poder político del momento, no solo pone en peligro su propia continuidad, sino que erosiona el vínculo psicológico y emocional que une a la sociedad con la institución.
Ese vínculo —profundo, casi inconsciente— ha sido históricamente una de las fortalezas de España, al igual que en el Reino Unido, donde el principio monárquico ha sido asumido como parte natural del orden político. La ruptura de ese lazo explica, en cambio, el fracaso de la Monarquía en otros países europeos como Portugal, Francia, Italia o Grecia, donde la Corona terminó siendo percibida como un apéndice del poder político o como una institución vaciada de sentido propio. Allí, el principio monárquico fue sustituido por un principio republicano sólido y profundamente arraigado en la conciencia colectiva.
España, sin embargo, no ha completado ese tránsito. Los dos intentos republicanos fracasaron precisamente porque el principio monárquico seguía vivo en la psique nacional. Pero ese capital histórico no es inagotable. Si quien ciñe la Corona confunde neutralidad con sometimiento, o estabilidad con complacencia hacia el poder político, puede contribuir involuntariamente a dilapidar un legado que no le pertenece en propiedad, sino que custodia en nombre de la nación.
La Monarquía sólo puede sobrevivir —y cumplir su función— si se mantiene fiel a sí misma. Su misión no es adaptarse al clima político del momento, sino resistirlo cuando este amenaza con disolver los fundamentos históricos de la comunidad política. Preservar el principio monárquico es, en última instancia, preservar una determinada idea de España: una nación consciente de su historia, de sus tradiciones y de la necesidad de instituciones que no vivan al ritmo volátil de la política partidista.
Porque cuando la Corona deja de ser principio para convertirse en instrumento, deja de ser Monarquía. Y cuando eso ocurre, lo que se pierde no es solo una institución, sino una parte esencial de la identidad histórica de España.
La historia política de España no puede comprenderse sin el principio monárquico. No se trata de una simple forma de Estado intercambiable, sino de un elemento vertebrador de la continuidad histórica, cultural y política de la nación. La Monarquía ha sido, durante siglos, el eje que ha permitido la integración de la pluralidad territorial, jurídica y social de España en un proyecto común que trasciende coyunturas, partidos y modas ideológicas.
Desde esta perspectiva —claramente formulada por el pensamiento tradicionalista español y desarrollada por autores como el profesor Tejada— la Monarquía no es poder político en sentido partidista, sino principio de permanencia, símbolo de unidad y garantía de continuidad histórica. Su legitimidad no deriva del aplauso circunstancial ni del alineamiento con mayorías parlamentarias efímeras, sino de su capacidad para encarnar aquello que permanece cuando todo lo demás cambia.
Por ello, el mayor riesgo para la institución monárquica no proviene de sus adversarios declarados, sino de su instrumentalización política. Vincular la acción del monarca a tendencias ideológicas temporales, o permitir que el régimen de partidos —y muy especialmente el bipartidismo que se consolida en España desde 1975— intente fagocitar la Corona para ponerla al servicio de intereses políticos concretos, supone una grave desviación de su misión histórica.
El monarca debe ser garante del principio monárquico, no gestor de consensos partidistas. Su función no es competir en el terreno de la legitimidad democrática de los partidos, sino situarse por encima de ellos, preservando un espacio simbólico y político que pertenece a la nación en su conjunto. Cuando la Corona se subordina al poder político del momento, no solo pone en peligro su propia continuidad, sino que erosiona el vínculo psicológico y emocional que une a la sociedad con la institución.
Ese vínculo —profundo, casi inconsciente— ha sido históricamente una de las fortalezas de España, al igual que en el Reino Unido, donde el principio monárquico ha sido asumido como parte natural del orden político. La ruptura de ese lazo explica, en cambio, el fracaso de la Monarquía en otros países europeos como Portugal, Francia, Italia o Grecia, donde la Corona terminó siendo percibida como un apéndice del poder político o como una institución vaciada de sentido propio. Allí, el principio monárquico fue sustituido por un principio republicano sólido y profundamente arraigado en la conciencia colectiva.
España, sin embargo, no ha completado ese tránsito. Los dos intentos republicanos fracasaron precisamente porque el principio monárquico seguía vivo en la psique nacional. Pero ese capital histórico no es inagotable. Si quien ciñe la Corona confunde neutralidad con sometimiento, o estabilidad con complacencia hacia el poder político, puede contribuir involuntariamente a dilapidar un legado que no le pertenece en propiedad, sino que custodia en nombre de la nación.
La Monarquía sólo puede sobrevivir —y cumplir su función— si se mantiene fiel a sí misma. Su misión no es adaptarse al clima político del momento, sino resistirlo cuando este amenaza con disolver los fundamentos históricos de la comunidad política. Preservar el principio monárquico es, en última instancia, preservar una determinada idea de España: una nación consciente de su historia, de sus tradiciones y de la necesidad de instituciones que no vivan al ritmo volátil de la política partidista.
Porque cuando la Corona deja de ser principio para convertirse en instrumento, deja de ser Monarquía. Y cuando eso ocurre, lo que se pierde no es solo una institución, sino una parte esencial de la identidad histórica de España.
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