Diez años, los mismos espigones de la muerte y 44 cadáveres
Hace diez años me arrojé al mar en el espigón de Benzú.
No fue un acto heroico.
Fue una reacción instintiva.
Vi a un hombre ahogándose y salté porque quedarse mirando habría sido imperdonable.
El mar no estaba embravecido, pero las corrientes tiraban con fuerza y durante unos segundos pensé que quizá no saldríamos ninguno de los dos.
Aquella decisión pudo costarme la vida.
A él se la salvó.
Aquel hombre era un inmigrante de origen subsahariano.
No sabía su nombre ni su historia, pero sí su mirada.
Una mirada de puro terror, de alguien que sabe que se muere a pocos metros de la orilla.
En el agua no hay discursos ni leyes, solo la lucha desesperada por respirar un segundo más.
Hoy, diez años después, ese mismo mar sigue haciendo su trabajo sucio en un año especialmente dramático.
Han muerto cuarenta y cuatro personas intentando bordear a nado los espigones de Benzú y del Tarajal.
CUARENTA Y CUATRO.
No es una cifra: es una vergüenza.
No murieron porque no supieran nadar ni por imprudencia.
Murieron porque no tenían otra salida.
Porque cuando la desesperación aprieta, el mar se convierte en la última puerta, aunque esté llena de cuchillas invisibles.
Como guardia civil he visto cuerpos flotando, manos que ya no se mueven, miradas que no llegaron a tierra.
He visto a compañeros lanzarse al agua sabiendo que podrían no volver.
Y he visto también cómo, tras cada muerte, todo sigue igual: un parte, una noticia breve y silencio.
Demasiado silencio.
Se habla mucho de fronteras y muy poco de humanidad, mientras el agua fría entra en los pulmones de quienes se están ahogando.
Desde tierra firme es fácil opinar.
Desde el mar solo se lucha por vivir.
Los espigones de la muerte no distinguen colores ni idiomas.
Matan igual al que huye que al que intenta salvar.
Porque aquí también hemos estado a punto de morir quienes llevamos uniforme.
Y de eso se habla poco.
El riesgo no es teórico.
Es real, es físico y es diario.
Lo más duro no es el mar.
Lo más duro es la repetición.
Saber que estas muertes se podían haber evitado.
Saber que mañana puede haber otra más.
Y pasado mañana otra.
Y acostumbrarnos a ello es lo más peligroso de todo.
Yo tuve suerte.
Aquel hombre vivió.
Yo también.
Pero cuarenta y cuatro personas este año no la tuvieron.
Y cada una de esas muertes pesa.
Pesa en la conciencia colectiva y pesa en la de quienes estamos allí, mirando al mismo punto donde otros desaparecieron.
No hay excusas que valgan.
No se puede seguir aceptando que el mar sea una fosa común a las puertas de Europa.
No se puede normalizar que decenas de personas mueran cada año y que todo continúe igual al día siguiente.
Diez años después de aquel hecho, el espigón sigue ahí, el mar sigue ahí y los muertos se acumulan.
La diferencia es nuestra capacidad de mirar hacia otro lado y haber normalizado este drama humanitario.
Y eso sí es una elección.
Yo salté al agua una vez.
Otros no tuvieron a nadie que saltara por ellos.
Mientras sigamos contando cadáveres en lugar de soluciones, el fracaso no será del mar, ni de quienes se lanzan a él.
Será nuestro.
Hace diez años me arrojé al mar en el espigón de Benzú.
No fue un acto heroico.
Fue una reacción instintiva.
Vi a un hombre ahogándose y salté porque quedarse mirando habría sido imperdonable.
El mar no estaba embravecido, pero las corrientes tiraban con fuerza y durante unos segundos pensé que quizá no saldríamos ninguno de los dos.
Aquella decisión pudo costarme la vida.
A él se la salvó.
Aquel hombre era un inmigrante de origen subsahariano.
No sabía su nombre ni su historia, pero sí su mirada.
Una mirada de puro terror, de alguien que sabe que se muere a pocos metros de la orilla.
En el agua no hay discursos ni leyes, solo la lucha desesperada por respirar un segundo más.
Hoy, diez años después, ese mismo mar sigue haciendo su trabajo sucio en un año especialmente dramático.
Han muerto cuarenta y cuatro personas intentando bordear a nado los espigones de Benzú y del Tarajal.
CUARENTA Y CUATRO.
No es una cifra: es una vergüenza.
No murieron porque no supieran nadar ni por imprudencia.
Murieron porque no tenían otra salida.
Porque cuando la desesperación aprieta, el mar se convierte en la última puerta, aunque esté llena de cuchillas invisibles.
Como guardia civil he visto cuerpos flotando, manos que ya no se mueven, miradas que no llegaron a tierra.
He visto a compañeros lanzarse al agua sabiendo que podrían no volver.
Y he visto también cómo, tras cada muerte, todo sigue igual: un parte, una noticia breve y silencio.
Demasiado silencio.
Se habla mucho de fronteras y muy poco de humanidad, mientras el agua fría entra en los pulmones de quienes se están ahogando.
Desde tierra firme es fácil opinar.
Desde el mar solo se lucha por vivir.
Los espigones de la muerte no distinguen colores ni idiomas.
Matan igual al que huye que al que intenta salvar.
Porque aquí también hemos estado a punto de morir quienes llevamos uniforme.
Y de eso se habla poco.
El riesgo no es teórico.
Es real, es físico y es diario.
Lo más duro no es el mar.
Lo más duro es la repetición.
Saber que estas muertes se podían haber evitado.
Saber que mañana puede haber otra más.
Y pasado mañana otra.
Y acostumbrarnos a ello es lo más peligroso de todo.
Yo tuve suerte.
Aquel hombre vivió.
Yo también.
Pero cuarenta y cuatro personas este año no la tuvieron.
Y cada una de esas muertes pesa.
Pesa en la conciencia colectiva y pesa en la de quienes estamos allí, mirando al mismo punto donde otros desaparecieron.
No hay excusas que valgan.
No se puede seguir aceptando que el mar sea una fosa común a las puertas de Europa.
No se puede normalizar que decenas de personas mueran cada año y que todo continúe igual al día siguiente.
Diez años después de aquel hecho, el espigón sigue ahí, el mar sigue ahí y los muertos se acumulan.
La diferencia es nuestra capacidad de mirar hacia otro lado y haber normalizado este drama humanitario.
Y eso sí es una elección.
Yo salté al agua una vez.
Otros no tuvieron a nadie que saltara por ellos.
Mientras sigamos contando cadáveres en lugar de soluciones, el fracaso no será del mar, ni de quienes se lanzan a él.
Será nuestro.
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