¿Futuro? ¿Qué futuro?
Si la finalidad de un gobierno es dirigir a su pueblo hacia un futuro común, habríamos de plantearnos qué raíces de ese futuro están arraigando en nuestro presente, esto es, qué estamos sembrando de cara a nuestro porvenir.
A día de hoy no se trata de “gestionar” nuestro futuro, sino de saber si tenemos algún futuro como pueblo, y en qué medida eso nos importa, es decir, qué pensamos hacer para que ese futuro sea el que pretendamos y no el que nos permitan.
Hace algún tiempo, los resultados de las votaciones denotaban el sentido de la responsabilidad del pueblo. Pero, en aquel tiempo, los grandes partidos aún no se habían encaminado juntos en proyectos en los que las líneas que les diferenciaban se hubieran difuminado. No existían razones de rango supranacional que les obligaran a anteponer los intereses externos a los internos, buscando para ellos una serie de subterfugios (bien cargados de presupuestos), para hacer más convincente la nueva postura de los partidos, ya casi indistinguibles en su ser y en su proceder.
Sin embargo, ocurrió. Y ocurre en España con PP y PSOE, desde que ambos se fundieron en ese mar de objetivos, al que el segundo empujó al primero, dejándole a éste el honor de dejarse llevar, siendo el firmante de la sentencia del porvenir para España (la puñetera Agenda 2030), con lugar y fecha conocidos: en la ONU, allá por Septiembre de 2015. Rúbrica, para eso sí les sirvió a todos, de M. Rajoy.
Y si el futuro que se nos ofrece es Europa: ¿está Europa preparada para autodiluir sus propias fronteras internas, y convertirnos en esa única nación que jamás fuimos y por la que nunca hemos ni luchado ni defendido juntos?
La Unión Europea no pasa de ser el megaproyecto de unos cuantos, empeñados estos en dictarnos su camino, controlar cualquiera de nuestras libertades, y conocer el movimiento de hasta el último de nuestros céntimos, pretendiendo saber hasta el más mínimo de nuestros gastos. Y así, así no se lucha por la libertad de un pueblo, así sólo se lo somete.
Con estos mimbres, casi nada nos anima a proclamarnos europeos prescindiendo de nuestra nacionalidad originaria. La Constitución europea que nos autoconcedimos, con no mucho convencimiento de todos (España la aprobó con un 42% de participación, Francia y Países Bajos superaron el 60% para negar su aprobación), se continúa invocando para justificar y legitimar asuntos como la ruina que embarga hoy al sector primario español; se predispuso para allanar la llegada de la invasión encubierta (y descubierta) de inmigración ilegal; y demuestra el escaso valor que otorga a sus propios cimientos, cuando aún no ha establecido algún otro idioma vehicular para la Unión Europea, que no sea el inglés, tras la salida del otrora Imperio Británico de los supuestos y continuamente modificados límites del territorio europeo. Porque ni eso tenemos en común, un idioma que nos aglutine.
Sobre semejantes bases, de escasa firmeza y estabilidad al gusto, el futuro que se nos ofrece ¿es el que de verdad podemos percibir como propio? ¿No será más bien el futuro que a otros convenga que “disfrutemos”?
Seguramente, existan las vías para cambiar el rumbo. Intentemos explorarlas para alterarlo. Posibilidades hay, no le quepa duda, más allá de las que todos esos se empeñan en ofrecernos.
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