
Europa, rehén de su propia ingenuidad
Europa vive una crisis moral y política que ya no puede disimularse con discursos sobre derechos humanos o multiculturalismo. Las recientes manifestaciones en apoyo a la causa palestina no solo evidencian una sensibilidad humanitaria —ya rutinaria y vaciada de contenido—, sino también una peligrosa deriva ideológica: la de una izquierda que ha sustituido la reflexión por la consigna y que hoy se abraza, sin pudor, a movimientos que representan todo aquello que dice combatir.
En las calles europeas se han visto imágenes que rozan lo grotesco: banderas de grupos islamistas compartiendo espacio con pancartas LGTBI, comunistas coreando consignas junto a simpatizantes de regímenes teocráticos. Lo que para muchos es una muestra de solidaridad, para otros es la demostración más cruda de una Europa desorientada, que ya no distingue entre víctima y verdugo, entre justicia y propaganda.
El continente que durante décadas presumió de su modelo liberal, de su tolerancia y de su “pluralismo”, se ha convertido en un terreno fértil para cualquier causa que prometa redención moral, aunque sea a costa de su propia estabilidad. La izquierda europea, en su obsesión por hallar un nuevo oprimido con el que reconciliar su culpa histórica, ha terminado prestando su voz a quienes desprecian los valores de libertad, igualdad y derechos que dicen defender.
Pero la responsabilidad no es solo de esa izquierda militante. También lo es de los gobiernos y de las élites que han permitido que el discurso moral sustituyera a la política, que el sentimentalismo ahogara el pensamiento estratégico. Europa lleva años negándose a reconocer que su modelo de convivencia abierta puede ser utilizado como un arma en su contra. Mientras sus sociedades se debaten entre la culpa colonial y la complacencia moral, actores externos —religiosos, políticos o ideológicos— aprovechan esas grietas para sembrar división, polarizar y debilitar los cimientos de los estados europeos.
El resultado es un continente que ya no se defiende, que confunde tolerancia con rendición y pluralismo con relativismo. Europa parece más dispuesta a disculparse ante quienes la desprecian que a proteger a quienes la construyeron. En nombre de la compasión, se justifica la barbarie; en nombre de la libertad, se tolera la censura; en nombre de la paz, se calla ante la violencia.
El problema no es la causa palestina, sino el modo en que Europa la ha adoptado como espejo de su propia decadencia moral. Lo que debería ser un debate sobre geopolítica y terrorismo se ha convertido en una terapia colectiva de autoflagelación. Y mientras tanto, quienes manejan los hilos de esta confusión celebran el triunfo más cómodo de todos: el de una civilización que se desarma sola.
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