
El sentido de la responsabilidad
En ocasiones, más de las que interesan a unos y menos de las que importan a otros, aparecen en encima de la mesa de los medios, el debate de los valores de una Nación. Valores que van en el ser compartido por el común del pueblo y que suelen, o deberían soler ser el cauce del desarrollo de un país.
Por eso escribía al principio del distinto interés de unos y otros por un debate que a unos coarta en su proceder, y a otros les hace coincidir en su sentirse nación, porque en esos principios venimos a identificarnos con nuestros convecinos.
El problema viene a radicar, como siempre, en que el criterio de los primeros viene a imponerse, desde la legitimidad recibida (o inventada) por los segundos, sobre el sentir de estos, quienes terminan por no sentirse reflejados en aquellos elegidos para tomar decisiones.
¿Consecuencia definitiva? El pueblo termina sin un líder que les sirva de referente en su actuación; sin una guía de comportamiento colectivo que refleje el tipo de nación que conformamos. En esta tesitura cabe preguntarse a qué responde esta indiferencia hacia la definición del tipo de nación somos, o hacia si pretendemos llegar a ser algo más o algo distinto.
Y sí, efectivamente, estoy hablando de España como paradigma de lo que les comento. Miren, si no, alguna legislatura de nuestro casi medio siglo de democracia, en la que la corrupción no haya ocupado algún escaño en nuestro sentido de la indignación. Ha sido esa corrupción la que ha terminado deslegitimando a nuestros líderes para continuar siéndolo, la que nos ha llevado a descartarles como opción de nuestra papeleta para que repitan mandato.
Porque cuando el pueblo ve que semejantes líderes se aferran al cargo por encima de cualquier cosa, y esa cosa es la propia imagen del pueblo como tal, esto es, cuando se horada en el orgullo de los connacionales a base de mentiras y de robos, el pueblo suele tomar otros caminos en cuanto tiene la oportunidad. En España siempre sucedió, con mayor o menor castigo para el corrupto, pero siempre sucedió. El corrupto sucumbió a la sentencia popular.
España, hoy, vuelve al escenario en el que la asunción de responsabilidades se parapeta tras la excusa de la valentía para solventar las consecuencias del gusto por lo ajeno o de su falta de diligencia, que nadie ni entiende ni comparte. Dimitir no es la solución, dicen. Que sería es lo fácil, insisten . Y en esto vienen a coincidir unos y otros. Véase si no, la actitud de socialistas en el gobierno de la Nación con todo el caso Koldo, y en Andalucía con el problema generado por los errores de cribado en miles de mujeres que, Dios no lo quiera, pudieran padecer cáncer de mama desde hace más de 2 años.
Ni allí, ni aquí se asumen responsabilidades. Ni allí, ni aquí ha sido nunca el momento de dimitir, de reconocer la incapacidad de controlar a los tuyos o de gestionar tus competencias. Para esto Europa, esa a la que tanto apuntamos cuando sí interesa, no pinta nada.
Si la historia se repite, como suele suceder, ante la irresponsabilidad de unos emergerá la responsabilidad de otros muchos y, entonces, ni allí ni aquí, ni los unos ni los otros volverán a asentar sus posaderas sobre los escaños azules de allí, verdes de aquí.
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