
La soledad elegida del Rey
En cualquier democracia con institución monárquica clara —y España lo es— el jefe del Estado tiene un papel que va más allá de las apariencias: arbitrar, representar, unificar. No basta con que existan esas funciones en el papel; es igualmente decisivo que quien ocupa la Corona se mantenga en el centro simbólico del Estado, con una red de respaldo real —no necesariamente política partidista—, pero sí institucional, social, y de legitimidad.
Hoy se puede afirmar sin excesiva retórica que Felipe VI se ha deslizado hacia una soledad que parece en parte voluntaria, en parte impuesta. Una soledad en la que se apega a la figura del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, como si de ese vínculo dependiera su subsistencia institucional. Pero ese apego tiene un precio: el distanciamiento de quienes podrían defender su posición, de quienes podrían apoyarle cuando los vientos soplan en contra.
Porque existe ya, más allá del rumor o la anécdota, una percepción tangible de fisuras institucionales profundas: la relación Rey-Gobierno ha dejado de transcurrir solo por cauces formales para convertirse en un duelo de legitimidades. No se trata únicamente de gestualidad —retrasos, ausencia de coordinación, limitaciones protocolarias— sino de una erosión lenta del espacio en el que la Corona opera con autonomía simbólica. No de sesgos políticos partidistas, sino de que la figura real, la del Rey, quede ligada demasiado estrechamente al presente gobierno, sin distancia suficiente.
Y esa situación recuerda a ese tétrico final con el que Martín Niemöller cerraba su célebre poema:
«…luego vinieron por mí,
y ya no había nadie para protestar…».
En esa parábola hay una advertencia: cuando no se cuida el terreno institucional, cuando quien debe ser baluarte de la neutralidad comienza a depender simbólicamente de quienes manejan el poder ejecutivo, corre el riesgo de hallarse sin defensores el día en que lo necesite. Porque no bastará con la Constitución; ya no bastará la legalidad formal; lo que estará en juego será la voluntad de quienes en un momento dado puedan moverse públicamente en defensa del Rey. Y si ese espacio se ha vaciado, o ha sido dejado desierto voluntaria o involuntariamente, la Corona queda sola.
Felipe VI parece haber optado por una estrategia de discreción, de no confrontación abierta, de evitar tensión visible. Pero discreción no es indiferencia, ni callarse equivale a estar respaldado. Escoger mantenerse al margen de los conflictos puede interpretarse como ecuanimidad, pero también como falta de presencia activa. Y en política simbólica, en institucionalidad, la presencia activa —o al menos visible— puede marcar la diferencia entre legitimidad y vulnerabilidad.
Que el Rey esté tan vinculado con un gobierno concreto, sin interlocutores que puedan defenderlo sin reservas ni temores, le deja en una posición frágil. Cuando los críticos del Ejecutivo lo ataquen —y ya lo han hecho—, ¿quién levantará la voz en su favor? ¿Qué institución o actor político tendrá autoridad moral para hacerlo si la cercanía simbólica con quien gobierna es usada como argumento contra él?
España necesita una Corona que no dependa para su dignidad ni para su legitimidad del presidente de turno, sino que esté más allá del día a día político. Una Corona que pueda hablar con todos, que inspire respaldo incluso de quienes discrepan, que tenga apoyos implícitos, visibles o implícitos, dentro del conjunto del Estado y de la sociedad civil.
Es hora de preguntarse si la soledad del Rey es consecuencia de su propia estrategia, de su prudencia, de su deseo de evitar el enfrentamiento —o si es consecuencia de una dinámica política que lo ha empujado a ese extremo. Porque en esa frontera, en esa deriva hacia la soledad institucional, se juega algo más que el orgullo del Monarca: se juega la fortaleza simbólica de la Corona misma, su capacidad para ser árbitro, refugio de unidad y no rehén de contingencias políticas.
Cuando llegaron por él, ¿quién protestará si nadie eligió estar a su lado antes?
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