
El hombre y su tendencia ontológica al mal
Introducción
La historia humana se halla marcada por la sangre. Cada civilización, religión, ideología o cultura ha recurrido, en algún momento, a la violencia organizada como fundamento de su identidad o como justificación de su supervivencia. Las guerras de conquista, las matanzas religiosas, los genocidios ideológicos y los conflictos tribales constituyen no excepciones, sino constantes en la narración de la especie.
La pregunta de fondo es radical: ¿es el mal un accidente en el hombre, una desviación de su esencia, o constituye, por el contrario, una inclinación ontológica, una disposición natural e inevitable inscrita en la propia estructura de su ser?
Para responder, aplicaremos dos lentes filosóficas: la ética teleológica de Aristóteles y el método racionalista de Descartes. Ambos, desde tradiciones diferentes, ofrecen criterios de medida para el obrar humano. Y bajo esos criterios, el juicio sobre la humanidad es severo: el hombre fracasa como ser moral, revela su propensión estructural al crimen y se delata como artífice de un orden donde la mentira y la sangre prevalecen sobre la virtud y la razón.
I. Aristóteles y la desviación del fin humano
Aristóteles define al hombre como zoón politikón, un animal social cuyo fin es alcanzar la eudaimonía (felicidad, florecimiento) mediante el cultivo de la virtud (areté). La ética aristotélica se basa en la idea de que la virtud es un hábito: un ejercicio constante de elección correcta orientada al bien.
Sin embargo, cuando examinamos la historia humana bajo este prisma, el diagnóstico es desolador. El hombre, lejos de cultivar virtudes, ha convertido su sociabilidad en un campo de conflicto. La polis, que debía ser lugar de realización común, se transforma en instrumento de dominación. Los fines políticos se desvían hacia el expansionismo militar, las religiones hacia la exclusión violenta, las ideologías hacia el sacrificio del otro.
La violencia, en Aristóteles, no es un fin legítimo, sino una desviación del telos natural. Pero la repetición sistemática de esa desviación a lo largo de los siglos revela algo más profundo: el hombre parece incapaz de perseverar en la virtud. Su inclinación lo lleva a justificar el mal como si fuese bien, a llamar “justicia” a la venganza y “sacrificio sagrado” al asesinato ritual.
Así, el mal no aparece como anomalía, sino como estructura. El hombre es un animal que traiciona su propio telos, reiteradamente, con plena conciencia de ello.
II. Descartes y la claridad de la razón aplicada a la moral
Descartes, en su Discurso del método, establece una regla fundamental: no aceptar como verdadero nada que no se presente con evidencia clara y distinta. Bajo este criterio, los sistemas morales humanos revelan rápidamente su inconsistencia.
Las religiones que justifican genocidios en nombre de lo sagrado no resisten la prueba cartesiana: sus premisas no son evidentes, sino basadas en revelaciones que se contradicen mutuamente. Las ideologías que promueven la expropiación en nombre del bien común tampoco se sostienen: lo que llaman “bien” es en realidad la conveniencia de una facción, disfrazada de universalidad. Incluso las tradiciones tribales que glorifican la sangre carecen de claridad racional: se apoyan en mitos que no pueden verificarse y que perpetúan la violencia como rito identitario.
El método cartesiano desenmascara así la estructura autoengañosa del hombre. El ser humano prefiere sostener ficciones útiles antes que someterse a la crudeza de la verdad. Prefiere la ilusión de un mandato divino o ideológico antes que reconocer el puro egoísmo de sus actos. Su moral no nace de la razón, sino de la mentira funcional.
III. El absurdo del Dios moralista
De esta doble mirada surge una paradoja decisiva. El hombre, violento y egoísta, crea un Dios moralista que premia y castiga. Sin embargo, tal Dios resulta absurdo para una especie ontológicamente inclinada al mal.
Si la historia está escrita con sangre, el número de “justos” capaces de merecer premio es ínfimo. El resto de la humanidad vive en hábitos de vicio, de violencia, de engaño. El Dios moralista no refleja, entonces, la justicia divina, sino la necesidad psicológica de la especie de autojustificarse. El castigo y el premio no son categorías trascendentes, sino proyecciones humanas, intentos de disciplinar una naturaleza que no se corrige.
La religión se convierte así en espejo del fracaso: cuanto más violento es el hombre, más severo inventa a su Dios; cuanto más asesina la comunidad, más exige sacrificios rituales. Dios no nace del bien, sino de la culpa.
IV. El veredicto ontológico
Al unir los dos métodos —la teleología aristotélica y la racionalidad cartesiana—, el diagnóstico es contundente:
El hombre fracasa en alcanzar la virtud como hábito, porque sus fines se corrompen y se orientan hacia la sangre.
El hombre fracasa en sostener la verdad clara y distinta, porque prefiere ficciones útiles que justifiquen su egoísmo.
El hombre, por tanto, no solo actúa mal, sino que fabrica sistemas enteros para convertir el mal en bien y la mentira en verdad.
La violencia no es un accidente histórico, sino el modo mismo en que la especie se articula. Las guerras religiosas, los genocidios ideológicos, la opresión económica y las matanzas tribales no son anomalías: son la norma.
Conclusión
La conclusión es amarga pero filosóficamente ineludible: el hombre tiene una tendencia ontológica al mal. Su historia lo prueba, sus religiones lo confirman, sus ideologías lo repiten. Bajo el análisis de Aristóteles, fracasa en alcanzar la virtud. Bajo el análisis de Descartes, fracasa en sostener la verdad.
El Dios moralista que inventa es, en última instancia, un espejismo: un juez ficticio para absolver una culpa real.
Queda una última pregunta abierta, que ninguna filosofía ha logrado responder de forma concluyente: ¿puede el hombre trascender su inclinación ontológica al mal o está condenado a repetirla hasta el final de su existencia? Mientras esa respuesta no llegue, la historia seguirá escribiéndose con la tinta roja de la sangre humana.
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