
La Iglesia contra sí misma
La Iglesia Católica en España atraviesa una de las crisis más profundas de su historia reciente. No se trata solo de un descenso estadístico en la práctica religiosa o de la pérdida de vocaciones; el problema, más grave, reside en una jerarquía que parece haber renunciado a ejercer su misión profética y se ha convertido en un actor secundario dentro del tablero político, plegándose —en demasiadas ocasiones— a los intereses de una izquierda que desprecia abiertamente la herencia cristiana de nuestra nación.
Mientras en las parroquias crece el desconcierto y el desapego, en los despachos episcopales proliferan declaraciones ambiguas, guiños complacientes y silencios estratégicos que dejan huérfanos a quienes esperan de sus pastores claridad doctrinal y valentía. El resultado es un vacío de liderazgo que no solo alimenta el distanciamiento de los fieles, sino que deja el campo libre a quienes desean diluir, e incluso suplantar, la identidad católica de España por otros referentes religiosos, como el islam, cada vez más presente y organizado.
Este fenómeno no es nuevo: ya fue denunciado, en su momento, por voces como la de Monseñor Marcel Lefebvre, que alertó del riesgo de una Iglesia rendida al espíritu del mundo y dispuesta a sacrificar la Verdad en aras de una falsa concordia. Hoy, esas advertencias resuenan con fuerza renovada. No hablamos de una sana prudencia pastoral, sino de una claudicación que, de mantenerse, podría desembocar en un auténtico cisma en el catolicismo español y, por extensión, europeo.
Los fieles no piden gestos heroicos imposibles, pero sí coherencia, coraje y una defensa clara de la fe que dicen profesar. Si la jerarquía prefiere seguir jugando a la política, recibirá respuesta política; pero si decide ser, de nuevo, luz y sal para un pueblo que la necesita, tal vez aún haya tiempo de evitar que esta crisis se convierta en ruptura. La elección, como siempre, recae en los pastores.
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