
Al-Ándalus no es España
La identidad de una nación no es un adorno que pueda cambiarse según las modas políticas. En el caso de España, su raíz cristiana no es un matiz cultural, sino la columna vertebral sobre la que se levantó su historia. Desde los reinos cristianos herederos del Reino Hispano Visigodo hasta la unidad política alcanzada tras la Reconquista, el hilo conductor ha sido siempre el cristianismo, vertebrando leyes, costumbres, arte, instituciones y forma de vida.
Conviene recordarlo sin complejos: jamás existió una “España musulmana”. Lo que se dio tras la invasión del siglo VIII fue la implantación de una estructura política y religiosa foránea —Al-Ándalus— nacida de la ocupación armada y ajena a la tradición y esencia hispánica. España, incluso en los siglos de fragmentación y resistencia, se definía por su vocación de recuperar la unidad perdida bajo la cruz y la corona. Esa lucha, prolongada durante casi ochocientos años, no fue una guerra de conquista, sino de restauración: la Reconquista.
Pretender equiparar la identidad nacional española, fruto de una herencia cristiana forjada a lo largo de siglos, con visiones culturales e ideológicas importadas, supone un ejercicio de desarraigo. La fe cristiana no es aquí un añadido circunstancial: es el cimiento sobre el que se han erigido nuestras libertades, nuestra lengua común y nuestro patrimonio. Sustituir o diluir esa base por tradiciones ajenas, especialmente por aquellas que fueron históricamente impuestas por la fuerza, es tanto como borrar la memoria y negar la continuidad de la nación.
En este proceso de erosión, los dos grandes partidos que han gobernado España en las últimas décadas, PP y PSOE, tienen una responsabilidad innegable. Con su complacencia o su impulso activo, han permitido que se coloque en el mismo plano lo que es fruto de nuestra historia con lo que es ajeno a ella. Peor aún: han tolerado, e incluso promovido, que esa identidad fundacional sea suplantada en nombre de un multiculturalismo mal entendido que olvida que no toda influencia es compatible con la esencia de un pueblo.
España no es una entelequia intercambiable; es el resultado de una historia concreta, con raíces profundas y una herencia cristiana que no puede —ni debe— negociarse. Defenderla no es un gesto arcaico o trasnochado, sino un deber hacia el pasado que nos hizo y hacia el futuro que queremos legar.
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