
Cárceles vacías, fronteras llenas
En las últimas semanas, Marruecos ha sorprendido al anunciar la excarcelación de casi 20.000 personas condenadas a prisión, una cifra que eleva el total de indultos a más de 58.000 en solo seis años. Esta política de gracia, lejos de responder únicamente a motivaciones humanitarias o de descongestión penitenciaria, plantea interrogantes cada vez más inquietantes en clave geoestratégica.
El país alauí, con una política exterior cada vez más orientada al uso de herramientas no convencionales, viene desarrollando una guerra híbrida de baja intensidad contra España. En este contexto, la presión migratoria ha sido utilizada de forma sistemática como mecanismo de chantaje diplomático y elemento de desestabilización, sobre todo en momentos de tensión bilateral. En varias ocasiones, se ha documentado la apertura deliberada de las compuertas migratorias como forma de coacción directa, afectando de manera inmediata a las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla y, más recientemente, a las Islas Canarias.
La liberación masiva de presos —entre ellos, incluso individuos condenados por terrorismo— añade una nueva dimensión a esta estrategia. No es descabellado pensar que parte de esa población reclusa pueda ser incentivada, o al menos dejada a su suerte, para emprender rutas migratorias hacia Europa. Este fenómeno representa no solo una amenaza para la seguridad española, sino también un desafío para la estabilidad de la Unión Europea en su conjunto.
Cabe preguntarse si no estamos ante un patrón que combina presión migratoria, instrumentalización de la diáspora, utilización selectiva del comercio fronterizo y, ahora, excarcelaciones masivas con potencial desestabilizador. Todo ello bajo la cobertura de un régimen que ha sabido conjugar hábilmente una fachada de modernización con prácticas de control geopolítico propias de escenarios de confrontación indirecta.
España no puede permitirse ignorar estas señales. La seguridad nacional exige una lectura estratégica de los movimientos en el entorno inmediato y una política exterior que combine firmeza diplomática, vigilancia fronteriza efectiva y colaboración europea. Minimizar o banalizar estas prácticas es caer en una peligrosa ingenuidad.
La frontera sur de Europa no puede estar expuesta a los vaivenes de un vecino que entiende la presión migratoria y la manipulación de factores internos como instrumentos legítimos de negociación. La respuesta debe ser coordinada, proporcional y, sobre todo, consciente de que estamos ante una forma de conflicto que ya no se libra en campos de batalla, sino en flujos humanos, decisiones judiciales y actos aparentemente administrativos.
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