
El trono de los escombros
En algunas geografías minúsculas, el tiempo no avanza: se repite. La permanencia indefinida de ciertos líderes políticos no responde a una meritocracia republicana ni a una voluntad renovada de servicio público, sino a un ecosistema enfermo, cuidadosamente diseñado para sofocar cualquier brizna de cambio real. En este contexto de parálisis y control absoluto, la continuidad de una figura como Juan Vivas no es una anomalía; es la consecuencia lógica de un sistema clientelar, profundamente enraizado en las dinámicas de poder económico y mediático que dominan Ceuta.
Nos encontramos ante un territorio olvidado por el Estado, al que solo se le inyecta dinero como quien lanza un salvavidas a la deriva: no para salvarlo, sino para desentenderse. Con una economía estancada, sin proyectos de futuro ni tejido productivo real, la ciudad subsiste bajo un modelo de dependencia estructural. Y en ese caldo de cultivo brota con fuerza un clientelismo que no solo asfixia la política local, sino que la ha vaciado de contenido democrático.
Los medios de comunicación, lejos de actuar como garantes del pluralismo y el control del poder, son sostenidos casi exclusivamente mediante subvenciones públicas. No son contrapoder, sino instrumentos. Su línea editorial se pliega con docilidad cada vez que se agitan los cimientos del sistema. En vez de informar, arremeten; en vez de cuestionar, blindan; en vez de servir al ciudadano, sirven al poder. Y cuando ese poder se siente amenazado, se activa toda la maquinaria para deslegitimar, destruir o asimilar a cualquier disidencia.
Este modelo no sobrevive sin la complicidad de una ciudadanía cansada y desmoralizada. Una parte mira a la península con una mezcla de esperanza y resignación; otra, a Marruecos con vínculos familiares, culturales o comerciales cada vez más significativos. Pero en ambos casos, se trata de una población desconectada de una ciudad que ya no siente como propia. La desconexión no es solo política, es espiritual. La desafección ha llegado a un punto en que la lucha se ha vuelto un acto casi inútil, condenado al fracaso por anticipado.
El legado que deja esta forma de gobernar no es otro que el de una ciudad deshecha. Un lugar en asedio permanente —externo y, sobre todo, interno— donde el liderazgo no se ejerce para transformar, sino para conservar. Vivas ha demostrado una habilidad quirúrgica para detectar debilidades ajenas y convertir adversarios en servidores. No vence: compra, absorbe, neutraliza. No lidera: administra ruinas, sentado sobre los escombros de lo que pudo ser.
Quienes sostienen este modelo lo hacen por codicia, no por visión. Y como toda gallina de los huevos de oro, esta ciudad está siendo exprimida hasta la extenuación. Pronto, si no lo está ya, morirá de puro agotamiento. Porque cuando se sacrifica todo —la dignidad, la verdad, la posibilidad de un futuro distinto— por la estabilidad de unos pocos, el desenlace es inevitable.
No se puede eternizar en el poder a quien ha confundido gobernar con poseer. No se puede construir nada sobre el chantaje, la resignación y el miedo. Y no se puede seguir fingiendo que todo va bien cuando todo se cae. El trono de los escombros no es un símbolo de victoria, sino el monumento final al fracaso colectivo.
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