Hay símbolos eternos. Hay figuras que, lejos de quedar sepultadas por la historia, se alzan como estandartes vivos de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que queremos seguir siendo. En el centro de ese espíritu eterno está el Patrón de España, cuya figura representa no solo la fe de un pueblo, sino su unidad, su valentía y su identidad más profunda.

Santiago Apóstol no es una devoción regional ni una conmemoración local. Es un punto de encuentro nacional. Su nombre ha sido invocado en los campos de batalla, en las catedrales, en los caminos de peregrinación y en los corazones de millones de españoles a lo largo de los siglos. Su figura es historia, es fe, es nación.

En un país que tantas veces ha tenido que defender su identidad frente a amenazas externas e internas, el Apóstol ha sido escudo y guía. Bajo su protección se forjaron las grandes gestas, y bajo su nombre se mantuvo viva la llama de una España unida por una tradición común, por un destino compartido.

Por eso, su festividad debe ser reconocida oficialmente como una fiesta nacional insustituible en el más profundo sentido del término: un día en que España se reconoce a sí misma, unida por la historia, por la cultura, por la fe, y por esa figura que ha sabido representar lo mejor de nuestro carácter: valor, entrega y firmeza.

En tiempos de incertidumbre, cuando algunos buscan dividir y otros pretenden borrar nuestras raíces, honrar al Patrón de España es un acto de afirmación patriótica. Es recordar que hay valores innegociables. Que hay símbolos que no se tocan. Que hay una España que no se rinde.

El 25 de julio no es solo una fecha en el calendario. Es una proclamación: España tiene alma, tiene historia y tiene un corazón que late con fuerza. Ese corazón se llama Santiago. Y mientras su nombre sea honrado, la unidad y grandeza de España seguirán vivas, siempre al grito solemne de ¡Santiago y Cierra España!