
De la inexistencia de un país llamado Europa
Los coetáneos compartimos los años, seguramente, en los que la UE que conocemos pueda estar encaminándose a su propia defunción.
Todo lo que se siembra suele germinar y, en la burócrata Europa de la que formamos parte, a saber quién decidió diseñar un modelo de político y de convivencia con fecha de caducidad, determinado por el acontecer y el florecer de los proyectos y decisiones políticas que nos han traído hasta aquí.
El bienintencionado modelo europeo, como su homónimo, el ruinoso sistema autonómico español, hace aguas allá donde quieras que pongas la mirada. No se ha librado de ninguno de los defectos que padecen sus países miembros. El anhelado deseo de los Estados Unidos de Europa, al que desde el siglo XIX venían aspirando intelectuales y estadistas, ve cómo la polilla de incompetencia ha ido derruyendo las bases actuales de aquellas decimonónicas aspiraciones.
Basta mirar a España, a Portugal, a Bélgica o a Alemania, etc., y tantos defectos hallen, encontrarán su extrapolación proporcional en este supranacional ente que anda, a día de hoy, pidiendo respiración asistida so pena de implosionar, bajo la batuta de unos socios que rehuirán la asunción de responsabilidades apenas llegado el momento, la experiencia nos alumbra.
Porque de nada escapa: corrupción, hundimiento económico, indefensión de fronteras (los mismos que favorecen la inmigración, ahora la quieren arreglar), aparición del grupo BRICS, que sume aún más la opinión europea en la irrelevancia perdida entre bloques.
Porque esos Estados Unidos europeos, en su origen, procedieron en sentido contrario al que pretendieron imitar, los americanos, que primero generaron la Nación y después se dieron un estado. Aquí la inexistencia de un sentimiento de pertenencia a un país llamado Europa es un hecho. Tal vez sí disfrutemos de un Estado administrativo, jerarquizado y con un organigrama mastodóntico (eso que no falte), generado a base de desnudar de soberanía a los estados componentes, de privar de sus propias competencias a los Estados miembros, y de ambicionar ese sentimiento de identidad europea a base de invertir en ideologías que jamás contribuyeron a conformar país alguno. Pero eso, reitero, no son pilares para el arraigo de ninguna nación. Falta fondo, sobran ornamentación y floripondios. Como también sobran políticos que, como decía, se postulan a proveernos de la solución a los problemas que ellos mismo provocaron.
La inmigración ilegal, el destrozo en el sector primario europeo, la incapacidad de defender el modo de vida europeo, renunciando a las raíces de nuestra civilización, esas que arraigan en el derecho romano y en el cristianismo, todo ello ha sido puesto en la picota de la experimentación política que, en vez de apostar por la promoción de lo nuestro, se dedicó en las manos de los de siempre durante las últimas décadas, a importar de todo aquello que, en vez de complementar nuestra sociedad, se aproxima y llega con la intención de reemplazarnos.
No digo que renunciemos a Europa. Al contrario. Es nuestro deber procurar recuperarla, desmontar andamiajes extraños, y condicionar la presencia y estancia aquí de ajenos a nuestra cultura al respeto hacia la misma. Y dotarnos de ese texto que nos identifique como europeos y persuada, con toda la fuerza de nuestra ley, a aquel que permita el allanamiento de nuestro Viejo Continente.
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