
Luces y sombras de Ceuta
Al caer la noche, el centro de Ceuta se convierte en un teatro luminoso. La calle Real, engalanada con miles de luces LED, parece un pasaje de cuento. Cascadas de luz adornan cada esquina; figuras brillantes de ángeles, estrellas y árboles resplandecen en el aire como si desafiaran a la penumbra. El murmullo de familias, los villancicos, el eco de las compras navideñas y las sonrisas que se reflejan en escaparates relucientes construyen una imagen que, por un momento, parece inmaculada.
Pero ¿Qué sucede más allá del centro, en los rincones donde la luz no llega? Allí, en las laderas empinadas de ciertos barrios periféricos, reina un silencio distinto. Las farolas son escasas o inexistentes; las calles permanecen en sombras, y las ventanas apenas dejan escapar un tenue parpadeo de bombillas cansadas. Este contraste recuerda, inevitablemente, a las ciudades divididas de otros tiempos, cuando las luces de una clase social iluminaban su opulencia mientras los rincones olvidados languidecían en la oscuridad.
Es fácil pensar en París, en los días previos a la Revolución, cuando las galerías del Paláis-Royal irradiaban lujo, mientras en los arrabales de Saint-Antoine el hambre era la única constante. Aquí, como entonces, el esplendor no oculta la desigualdad, sino que la subraya. Las estadísticas confirman esta realidad: Ceuta, con una de las tasas de desempleo más altas de España, lucha con una pobreza que, aunque silenciada en los escaparates navideños, grita en los barrios más desfavorecidos.
La Navidad en el centro es un espectáculo patrocinado. Cientos de miles de euros se destinan cada año para decorar las principales avenidas, una apuesta por atraer visitantes y revitalizar la economía. Los comerciantes se congratulan; las cifras parecen mejorar, aunque sea temporalmente. Pero los márgenes de este brillo no son tan alentadores. En los hogares de los barrios marginales, el gasto en estas fechas se mide en sacrificios: lo que se destina a un pequeño regalo es lo que falta en la mesa.
No se trata de criticar la belleza del alumbrado ni las intenciones detrás de él. Al contrario, el centro es el corazón de Ceuta, y su latir vigoroso beneficia a muchos. Pero el problema radica en el desequilibrio, en la invisibilidad de los que habitan las sombras. El aislamiento geográfico de Ceuta no es sólo una barrera física; es también una barrera simbólica. Como en otros enclaves históricos —pienso en la Tánger internacional de los años 40— la ciudad parece dividirse en dos mundos que se tocan, pero no se mezclan: el de quienes tienen acceso a las luces y el de quienes solo las observan desde la lejanía.
Las sombras, sin embargo, no son solo literales. En estos barrios marginales, la oscuridad es también la falta de oportunidades. Niños que ven truncadas sus aspiraciones porque las escuelas están mal dotadas; adultos atrapados en un círculo de precariedad laboral, narcotráfico o contrabando; calles sin servicios básicos que reflejan una dejadez que no debería ser tolerable en pleno siglo XXI.
Y aquí surge una contradicción que invita a la reflexión. La Navidad no es, en su esencia, una celebración del consumo ni un despliegue de luces. Es, sobre todo, el recuerdo del nacimiento de Jesús, una figura cuya vida estuvo marcada por la humildad, el exilio y la cercanía a los más desposeídos. En el centro de esta celebración debería estar la idea de compartir, de reconocer la dignidad de cada ser humano, independientemente de su origen, su religión o su condición económica. Esta dimensión espiritual de la Navidad cobra aún más importancia en una ciudad donde las diferencias religiosas no solo son un reflejo de su diversidad, sino también de las desigualdades que atraviesan su tejido social. En los barrios musulmanes la oscuridad no es sólo una ausencia de luz eléctrica callejera, sino también el aprovechamiento interesado por algunos como mensaje de exclusión y en esto la Navidad, con su mensaje de fraternidad universal, es el puente que debería construir una comunidad más allá de las creencias particulares. En el Islam, al igual que en el cristianismo, los valores de solidaridad, justicia y cuidado por el prójimo son pilares fundamentales. Las enseñanzas del Profeta enfatizan la compasión hacia los más vulnerables, al igual que el Evangelio llama a cuidar de los pobres y marginados. Quizás sea este un momento para valorar lo que nos une: el compromiso de construir una sociedad donde nadie quede en la sombra.
El reto, entonces, es integrar las luces y las sombras en un todo coherente. En las ciudades que han logrado superar estas fracturas, la clave no ha sido apagar las luces sino llevarlas al corazón de todos.
Al cerrar el año 2024, Ceuta debería mirarse al espejo de su historia y decidir cómo quiere ser recordada. Que las luces sigan brillando, que la Navidad no sea solo un espectáculo, sino una promesa cumplida. En última instancia, las luces que verdaderamente importan no son las que adornan nuestras calles, sino las que alumbran las vidas de quienes todavía habitan en la penumbra.
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