
Olas
Y se abrió el cielo. Como nunca. O, al menos, como nadie de nosotros recordaba.
Y se acumuló mucha agua y formó muchas olas.
Una ola de agua que fue engullendo a su paso todo lo que parecía impedir su curso. Con ella llevaba barro y deshechos. Ese barro que luego se va pegando a todos los lugares. Que se adhiere físicamente a tu ropa, a tus paredes, a tus objetos de valor, a tus recuerdos. Ya no la vas a olvidar nunca.
Una ola de espanto, al ver que no puedes socorrer a los tuyos, que van desapareciendo delante de ti sin que puedas hacer nada.
Una ola de desesperación, al buscar a los tuyos y ver que no los tienes cerca, y que la destrucción te ha dejado sin posibilidad de comunicarte con ellos.
Una ola de tristeza, ésta mucho más extensa, que se va propagando, casi tan rápidamente como las otras, por los lugares vecinos y se va ensanchando hasta empapar los corazones de todos los humanos. Incluso en países muy lejanos.
Una ola de emoción, al ver una riada humana que -sin otros medios que lo que tenían a mano, incluso con las manos desnudas- se va acercando a los lugares donde impera el color del lodo. Ellos fueron los primeros, antes que otras personas con más y mejores medios. Ellos siguen allí. Ellos se irán los últimos.
Una ola de esperanza, cuando empiezan a aparecer camiones, máquinas, personas con uniformes de muchas formas y colores o con batas blancas.
Una ola de solidaridad, que viene y va -como las olas del mar- y cada vez trae algo nuevo: comida, agua de boca, ropas, medicinas…
Aún así, se depositó el barro, y lo cubrió casi todo.
Y se adhirió a las actuaciones de quienes debían haber tomado decisiones rápidas y eficaces. Y las hizo más pesadas, más lentas.
Y se adhirió a los hombros de quienes se echaban las culpas unos a otros.
Y a los corazones de los que siguen luchando contra el que traía la primera ola, la de agua. Y se desató una ola de indignación. Porque cuando quitas barro durante muchas horas, se te va pegando a tu ropa, y hace mucho más pesados tus brazos y tus piernas, y tu pensamiento se abotarga. Y te salpica en la cara, y te nubla la visión.
Y entonces no entiendes nada. No entiendes por qué te ha tocado a ti una desgracia semejante. Ni por qué cuando pedías ayuda otros miraban hacia otro lado. Ni por qué tarda tanto tiempo en llegar ese abrazo que al final te dan sólo dos personas que vienen desde Madrid. (Nunca había visto a un rey abrazar a alguien, ni a una reina llorar en el hombro de nadie).
Y te pones a pensar. Y te preguntas por qué motivo no se hacen infraestructuras necesarias para evitar una tragedia como ésta. Y por qué se destruyen unas presas que podrían haber regulado el caudal de agua, máxime cuando estábamos pasando un periodo de extrema sequía (y alguien nos cuenta que es preciso para que los peces puedan nadar libremente por los cursos de los ríos. Al parecer eso es mucho más necesario que impedir que mueran cientos de humanos).
Y no pienses que de todo esto, los culpables son los demás. Porque sabes que las políticas ecologistas que impiden limpiar los lechos de los ríos o las maderas secas de los suelos de los bosques dejan a la naturaleza al borde del desastre.
Y aceptas sin cuestionarla, como palabra divina, la verdad del cambio climático, ése que ya ha hundido al menos en dos ocasiones la ciudad de Nueva York, la cual con una contumacia que niega la única verdad absoluta, sigue negándose a anegarse a pesar de las predicciones de los agoreros climáticos.
Y eres igual de culpable cuando vas a cualquier festival veraniego, que tu Ayuntamiento financia con tus impuestos. O cuando tu dinero se va en subvenciones demenciales. Y no te preguntas si tu Ayuntamiento, o el Consejo de tu Comunidad Autónoma, antes de gastarse tu dinero en temas superfluos ya ha arreglado ese barranco, o ese cauce y los mantiene limpios.
Y cuando no haces nada para quitarte de encima esa plaga de Autoridades incompetentes que tanto daño te puede causar en el futuro.
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