
La granja de cristal
Al comparar el gobierno actual con los cerdos de la novela "Rebelión en la granja" de George Orwell, no es difícil identificar paralelismos perturbadores entre la distopía autocrática que describe el autor y la realidad política contemporánea. En la granja de Orwell, los cerdos, que inicialmente prometen igualdad y libertad, terminan por convertirse en los tiranos más temibles, usufructuando el poder sin cortapisas y pisoteando a quienes alguna vez fueron sus compañeros. Este proceso de transformación, de promesa a traición, no es exclusivo de la ficción; lo vemos a diario en el proceder de quienes se adueñan del Estado.
Nuestro gobierno, al igual que los cerdos de Orwell, parece haber olvidado las promesas con las que llegó al poder. Las promesas convertidas en "cambios de opinión" se desmoronan y nos muestran la cruda realidad de una autocracia moderna que, aunque con formas democráticas, se revela intolerante ante cualquier crítica. Lo más escandaloso no es solo la forma en que han pervertido los valores que pregonaban, sino que, como los cerdos de Orwell, lo hacen con una piel finísima, incapaz de soportar la más leve objeción. Ante cualquier disidencia o cuestionamiento, lejos de entablar un debate democrático, el gobierno opta por emplear los mecanismos del Estado para acallar a sus críticos, cuando no echarle la culpa a la oposición, la ultraderecha e, incluso, a una utópica "máquina del fango".
Una de las armas más letales de este gobierno ha sido el uso partidista de la fiscalía. En lugar de actuar conforme a los principios constitucionales de defensa de la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público, la fiscalía se ha convertido en un instrumento de obediencia al poder. Aquí, el principio de objetividad ha sido reemplazado por un principio mucho más oscuro: el de la sumisión. Como en la granja de Orwell, los cerdos no toleran disidentes y cualquier voz discordante es silenciada, ya no con represión abierta, sino con sutiles (y no tan sutiles) maniobras legales.
En este sentido, la fiscalía actual actúa como los perros guardianes de la novela: feroces en su lealtad al poder y prestos a morder a quien ose desafiar al régimen. Cualquier fiscal que intente actuar en defensa de la justicia, sin importar las órdenes de sus superiores políticos, corre el riesgo de verse apartado o relegado. La fiscalía, que debería ser la guardiana de los derechos de los ciudadanos, se ha transformado en una herramienta al servicio de una casta política que, como los cerdos de Orwell, se ha adueñado de la granja. Esta casta, recubierta de una piel tan fina como el cristal, no tolera ni la más leve crítica, y se asegura de aplastar cualquier intento de discordia.
Así, el país se convierte en una granja donde los ciudadanos, al igual que los animales de la novela, se ven sometidos a un gobierno que se alimenta de sus recursos y libertades, mientras que la ley y la justicia, que deberían ser imparciales y ecuánimes, se ven doblegadas al servicio de la autocracia. El principio orwelliano de "todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros" resuena con más fuerza que nunca, pues aquellos que detentan el poder se sitúan por encima de la ley, mientras que el ciudadano común es sometido y controlado con mano de hierro, envuelta en el guante de la legalidad mal entendida.
La granja de Orwell ya no es una ficción distante; está entre nosotros, y como entonces, solo queda preguntarse: ¿Quién detendrá a los cerdos?
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