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El barón de Brède
Sábado, 29 de Junio de 2024

Ciudadanos con Toga

En la antigua Roma, la toga era más que un simple ropaje; era un símbolo de ciudadanía y, para algunos, un distintivo de poder y autoridad. Hoy en día, la toga podría compararse metafóricamente con la vestimenta distintiva de los jueces y magistrados que administran la justicia en nuestros sistemas legales modernos. Sin embargo, detrás de este símbolo se esconde una realidad preocupante: la politización de la justicia como una forma de corrupción del estado de derecho.

 

La toga romana denotaba la autoridad y la imparcialidad que se esperaba de aquellos que la portaban. Representaba un compromiso con la objetividad y la equidad, principios fundamentales para asegurar que las decisiones judiciales estuvieran libres de influencias indebidas. No obstante, en la actualidad, la politización ha erosionado estos principios, convirtiendo a algunos jueces en actores políticos más que en guardianes imparciales de la ley.

 

España no es el único ejemplo de jueces que entran y salen de la política, porque en muchos países la justicia ha sido cooptada por intereses políticos, socavando la confianza pública en las instituciones judiciales. Sin embargo, en nuestro país, determinados nombramientos de jueces, fiscales y abogados del estado para puestos relevantes están barnizados por sus afinidades políticas y no por sus méritos profesionales, comprometiendo la independencia judicial. Esta práctica, que socava la integridad de la toga como símbolo de imparcialidad, mina los cimientos del estado de derecho y debilita la protección de los derechos individuales.

 

En la antigua Roma, la toga era usada por aquellos que servían a la ley y la justicia con honor y responsabilidad. Hoy, sin embargo, demasiados ciudadanos con toga parecen más interesados en servir a agendas políticas o personales, traicionando así el espíritu de equidad y justicia que su vestimenta debería representar.

 

La fiscalía alineada con el poder ejecutivo se ha plegado al orden debido por encima de la lealtad a la Constitución, es decir, al fiel respeto al cumplimiento de la Ley y la sagrada misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Esta corrupción del ser es un mal que no sólo aqueja a los funcionarios del estado, en este caso al servicio del ministerio de justicia, sino, mucho más importante, a la base del mismo estado de derecho.

 

Los tiempos en política son importantes y la reforma del Consejo General del Poder Judicial pactada por el PP-PSOE llega justo en el peor momento del presidente del gobierno, acosado por las denuncias de tráfico de influencias por su esposa, la trama de los contratos de las mascarillas, el confinamiento ilegal, el escandalo del caso Berni, la amnistía a los presos del "procés" y a los condenados por el caso de los EREs y un rosario de sumarios pendientes en los juzgados incluido los que afectan al propio fiscal general del estado, recusado y sin categoría para ejercer su cargo a tenor de la falta de idoneidad decretada por el Consejo General del Poder Judicial. Y el acuerdo llega además cuando el Tribunal Constitucional se dispone a indultar a políticos ladrones condenados con sentencia firme. Esto huele mal, huele a podrido y se asemeja a una cadena de favores tan larga que la protección de esta oligarquía política infecta a unos funcionarios esbirros del poder que deben su puesto a los mismos políticos que han de enjuiciar.  

 

Va siendo hora de que el pueblo ponga el foco en el poder de la justicia pidiendo cuentas y exigiendo responsabilidades a la magistratura, con transparencia y normalidad, para recordar a los ciudadanos con toga que su rol no es el de representar intereses políticos o partidarios, sino el de administrar justicia de manera objetiva y equitativa. Solo así podremos fortalecer el estado de derecho y garantizar que la justicia no sea un instrumento al servicio del poder ejecutivo, sino un baluarte de la libertad y la igualdad para todos los ciudadanos.

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