Renacimiento
Mientras comienza la legislatura de la infamia, en Ceuta la corte indecente del señor Vivas se reúne en el puerto para anunciar la puesta de la primera piedra de un centro de datos que, entre amigotes sonrientes y dinero bien subvencionado, se ejecuta en terrenos ganados al mar reservados para otros usos. Claro que luego vendrán a decirnos que no, que el puerto es el pulmón de la ciudad, que si vienen cruceros y que bonita es la vista del mar... eso sí, porque barcos más bien pocos y mercancías en caída libre por el cierre fronterizo y la falta de inversiones.
Por eso aplauden esta nueva construcción, mientras los socialistas se dan la mano con la derechita caballa y todos se reparten cargos, presupuestos y subvenciones para que todo el mundo se quede contento y callado porque como parásitos viven de un latrocinio del erario. Tráfico de influencias empresariales y políticas y seguidismo es la viva imagen de Ceuta. Se avecinan tiempos difíciles, porque la era digital destapa las falacias con mucha facilidad, porque se inicia una legislatura con mentiras, porque la corrupción se desboca y crece por todas partes y porque la justicia adormecida mira con hastío los acontecimientos presentes. Su inacción pasará factura.
Haciendo prospectiva un mundo futuro ofrece oportunidades y, ya puestos fruto de la catarsis que se avecina, se podría reformar la Constitución. Si llega el momento de la ruptura de la unidad de España se definirían las nuevas condiciones de convivencia y las condiciones para nuevos Estados. Esos nuevos estados y el nuevo al que nos toque pertenecer (que ya no se denominaría España nunca más, porque España era el conjunto de todos, el país heredero de la tradición romana y de los vínculos regios de diversas dinastías que se acabó) recibiría otro nombre tal como Castilla, Iberia o como fuese que las nuevas Cortes reunidas en asamblea decidiesen; pues bien, ese nuevo estado, decía, sucesor y heredero de la antigua España deberá fundarse sobre una nueva Constitución.
Esa sería una oportunidad única para limpiar impurezas, para refinar las normas de convivencia, para eliminar todo lo malo del pasado y suprimir aquello que hizo fracasar la unidad de los pueblos ibéricos. El nuevo Estado debería nacer libre de ataduras, debería colocar al pueblo en el centro y también al individuo y sus derechos fundamentales que son producto del derecho natural inalienable de todo ser humano, el derecho a la vida, a la felicidad, a la libertad, a su propia seguridad, a la propiedad privada, etc. En ese imaginario y futuro nuevo estado todo aquello que rompiese estos derechos debería ser apartado.
No debería haber corona, porque todos somos iguales y porque el individuo y la sociedad deben ser capaces de gestionarse por sí mismos, tampoco necesidad de intervención de falsos poderes públicos que justifican su existencia por la falta de seguridad. En este nuevo Estado las decisiones deberían tomarse entre todos, sin intermediarios que manipulen la voluntad individual disfrazándola de representación popular, es decir sin partidos políticos. Los nuevos representantes no han de adscribirse a ningún pensamiento ideológico partidista porque ese sesgo les conduce a la parcialidad, al enfrentamiento y al conflicto; la vanidad, el ego y la necesidad hacen que estas organizaciones sean influenciables por los enemigos del exterior. Tampoco deberían cobrar porque eso conduce a la corrupción y tampoco deberían profesionalizarse porque ello crea la burocracia que conduce a la parálisis.
Los asuntos de interés común deberían dejarse a ciudadanos corrientes que, cada uno, con su propia visión ecléctica y entendimiento de los asuntos de la sociedad y provistos de voto serían partícipes y responsables de las decisiones que nos afectan. En lo económico la nueva Constitución debería alejarse del socialismo y del colectivismo en línea con el nuevo papel del individuo en el centro de la sociedad o, al menos, no incluir determinaciones sobre cómo deben conducirse los asuntos económicos para no interferir en la libertad de establecimiento de empresa.
Tampoco debería exigirse nada para emprender cualquier nueva actividad o negocio y no debería haber más control que el cumplimiento de aquel viejo refrán que dice aquello de el que la hace la paga, mediante una justicia independiente y sin órganos de gobierno. Algunos pensarán que estas ideas económicas son liberales y que conducen a que el dinero y el materialismo se instale en la sociedad, pero ¿es que no ha sido así desde que el ser humano con uso de razón habita en la tierra? Ese es el verdadero valor de la libertad. Ese y, por supuesto, la fe (que es el lado espiritual de cada uno) y la moral que nos eleva y nos separa del mundo animal y nos libera de la corrupción.
A favor de separar y eliminar la escoria en el nuevo Estado deben instalarse las penas de trabajo en pro de la sociedad, porque las pecuniarias son desiguales para pobres y ricos y la privativa de libertad es injusta para la víctima. Sólo aquel que ha sido víctima del delito lo sabe. Sin segundas oportunidades y sin perdón porque ¿Por qué tenemos que pagar el sustento a alguien que le ha arrebatado la vida a otra persona? ¿Por qué tenemos que mantener a alguien que le ha destrozado la vida a otro? ¿Por qué tenemos que sacarnos del bolsillo para mantener parásitos sociales?
Frente al mundo futuro ideal y utópico la distopía es la tendencia que define la realidad presente, como los partidos políticos obedecen a la voluntad del líder, como la policía que debe protegernos de los delincuentes se emplea para proteger a los delincuentes. Es la dictadura disfrazada de democracia. Es el mundo al revés. En democracia no cabe todo, el límite está en el cumplimiento de la ley y por eso si cuando la ley que impide los objetivos políticos se destruye por voluntad y capricho de quien con ello consigue el poder, se pone fin a la democracia y empieza un nuevo régimen.
Las evidencias de este escenario están ahí, ya no hace falta ni saber leer porque la tecnología de las comunicaciones desvela la realidad fácilmente, únicamente se consulta a los ciudadanos cada 4 años para pedirles el voto y con él se secuestra su voluntad, se les engaña y no se les vuelve a consultar. Sólo decide el líder supremo, que con su risa de chacal en la tribuna de oradores del Congreso de los diputados y sus partidarios conduce el Estado no para mejora del bien común sino para repartir prebendas a quienes le apoyan, es decir, todo para su propio bien y vanagloria. La lección es que están por encima de la Ley porque ellos son la misma Ley.
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