
Hospital Urgencias
Tenía guardada la carta entre recuerdos de papel y fueron pasando de lugar a lugar entre los rincones del escritorio y mientras la lluvia golpeaba la ventana había que ponerla al alcance de los ciudadanos.
Cuando recibes de manera alguna que la morada se convierte en atmósfera de comida de hospital, ya va pensando uno que ese aroma ha traspasado ya el umbral de la vida, la vida de la persona, la vida de los que la llevan y la vida de los que te atienden.
Y así ha sido desde el mes de octubre en un ir y venir al hospital recorriendo un camino entre lágrimas y sinsabores pero pensando: Si tiene que pasar algo, que sea en las mejores manos.
En el peor año de nuestras vidas donde los plásticos, máscarillas, guantes y trajes EPI eran testigo de nuestras llegadas, ahí estaban como jabatos luchando como la fiel infantería española, al pie del cañón, los sanitarios en primera línea de fuego.
Mamparas, biombos y gel por cada rincón de aquella estancia, donde el que vaya es porque tiene que estar malo y no tener que escuchar quiero una pastilla porque no puedo dormir.
El triage, los boxes la silla de ruedas, las vías y goteros... la espera interminable y entre cada semblante de tristeza y preocupación iban llegando las ambulancias con sirenas mudas y luces destellantes, enfilando las dos entradas.
Los sanitarios equipados y las llegadas por doquier, con las clasificaciones de COVID si y COVID no ,nos iba dejando sin aliento a los presentes, y ante miradas y pasos perdidos nos quedamos para comer un bocadillo o tomar un café, y quizá entre hermanos eso nos servía para volvernos a conocer un poco mejor.
Y mientras se hacía la noche y las luces de las ambulancias destellaban en el cielo infinito brillando los trajes NBQ y EPI, las sillas de ruedas, las camillas, los líquidos y desinfección, ahí adentro estaban batiéndose el cobre nuestros sanitarios con las mascarillas, rasgando la belleza de sus caras porque, como ángeles, luchaban por que todos estén aquí en la tierra y puedan volver con su mejor atención a sus hogares.
Y, entre penas y angustias, el drama conmovía nuestros corazones cuando llegaban los coches fúnebres. Porque llegaba la hora del adiós a gente conocida y quizá anónima, pero que también tenían sus familias y sus vidas.
Aquella tarde cuando salía, llevando de la mano a mi madre, le decía: Mamá no mires si quieres, que hay un coche fúnebre a tu izquierda. Y sin aliento, y latiendo mi pecho por la emoción, no reparé en acercar el coche para mi madre, y me decía: ¡Ay Javier me vas hacer andar tanto!. Y le decía: Mira mamá lo que darían ellos por dar esos pasos como nosotros, y no subiendo las escaleras del cielo.
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