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Nicolás Fernández Cucurull
Domingo, 04 de Noviembre de 2018

Dos voluntades

 

En la interminable discusión sobre el supuesto “agotamiento del modelo económico” de Ceuta, frase que ha hecho fortuna sin que nadie acierte a proponer una alternativa, más allá de las recurrentes consignas de manual carentes en realidad de significado alguno, nos vamos acercando al momento crítico en que, si se me permite la licencia, los ceutíes tendremos que decidir qué queremos ser de mayores. Para encarar dicha decisión, hay dos elementos esenciales: la voluntad del Estado y la de los ceutíes; por un lado, es necesario saber si existe la determinación de tomar decisiones de calado, y arriesgadas, que corrijan el rumbo y garanticen el futuro de Ceuta como parte de España, o si, por el contrario, la decisión estratégica es dejar que las cosas sigan su actual deriva y, de manera lánguida, pero sin grandes sobresaltos, la Ceuta de origen europeo vaya desapareciendo poco a poco e integrándose en su entorno geográfico y cultural más próximo; por otro lado, debemos también considerar cuál va a ser la actitud de los ceutíes, si estamos o no dispuestos a afrontar las dificultades que podrían derivarse de políticas de firmeza, o si por el contrario también preferimos la comodidad de disfrutar de lo que hay mientras dure, en la esperanza de que, cuando la cosa llegue a estar muy fea, hayamos puesto tierra de por medio (bueno, para ser más exactos, agua de por medio).

 

 

Sobre la voluntad del Estado, confieso que me he encontrado a lo largo de mi vida actitudes contradictorias; hay personas, solventes, que creen en la existencia de acuerdos no explícitos para dejar la cosa como está, evitando problemas inmediatos, mientras que otras, igualmente solventes, piensan, por el contrario, que no existen planes ocultos, sino que el deterioro se debe única y exclusivamente a la tradicional dejadez consustancial al carácter español. Como escribo esto para opinar, diré que mi visión es una mezcla de ambas: existe un temor en las élites españolas a tomar decisiones que molesten a nuestro vecino, básicamente porque nuestra sociedad no es, desde hace tiempo, desgraciadamente, un ejemplo de reciedumbre moral y de firmeza ante las adversidades, por lo que se duda de su posible respaldo; pero también es cierto que no hacer nada es una posición cómoda, porque los efectos negativos no lo son a corto plazo, y porque se evita el enfrentamiento con altas instancias administrativas, cúpulas absolutamente reacias a tomarse la molestia de entender los problemas de Ceuta en profundidad e implicarse en la toma de decisiones. Y créanme, no lo digo de oídas, sino por propia experiencia. Sólo llegan a entender lo que aquí pasa los que están un tiempo prudencial entre nosotros, que terminan por reconocer que “si me lo cuentan en Madrid, no lo hubiese creído”.

 

 

Y queda la duda sobre la otra voluntad, no menos relevante, la de los ceutíes. Hasta el momento, la actitud general ha sido aprovechar la situación y quejarnos de las consecuencias, lo que ha reforzado la actitud indolente de muchos responsables en la administración del Estado, con la excusa de que los ceutíes “no sabemos lo que queremos”. Para afrontar con garantías el futuro de nuestra ciudad es imprescindible un cambio de mentalidad, una conciencia de que, para que el Estado, que tiene la llave de nuestro futuro, se implique a fondo, antes tenemos nosotros que renunciar al oportunismo ventajista. Las decisiones estratégicas tienen consecuencias, pero es imprescindible asumirlas con valentía y alinear la voluntad de los ceutíes con la del Estado.

 

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